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Mercaderes de la mofa: la sociedad entretenida con la furia

Grupo M | 20 agosto, 2022

No siempre elegimos las palabras correctas. Estos días los medios de comunicación nos hemos referido a Borja Escalona como «polémico» youtuber. Aunque, si afinamos bien, más que «polémico» quizá la denominación correcta hubiera sido alborotador o provocador de dolor ajeno. Sus canales de Youtube y Twitch han sido cerrados por la puntilla final. En riguroso directo y mirando con sonrisa engreída a cámara, amenazó a una camarera del establecimiento de Vigo A Tapa do Barril tras pretender no pagar la empanadilla que se estaba comiendo. Intentó asustar a la trabajadora fanfarroneando con que llegaría una factura de 2.500 euros «por hacer promoción», pues estaba emitiendo su gorroneo gratis al mundo desde su canal. Bueno, en realidad, a un puñado de fans a los que, además, empujó a pringar la red con malas reseñas del establecimiento.

Estamos en la época de grabarlo todo. Y también las fechorías se graban por sus propios autores. En modo selfie, orgullosos de sus canalladas. Pero la avaricia de la viralidad ha terminado en empacho para Escalona. Su tono de malo de telefilme y sus intentos de acorralar al personal se han visto por fin fuera de la burbuja de secuaces que le reían la gracia. Y lo que es peor: le hicieron sentir gracioso.

Su actitud ha horrorizado a la sociedad honesta, sus principales canales de difusión han sido cerrados y, ahora, Escalona ha protagonizado otro vídeo llorando. Los ojos empapados de dolor. Lástima que sus lágrimas sean poco creíbles, sobre todo porque él mismo fardó en otra retransmisión de su capacidad para dar penica haciéndose el emocionado. Infame.

Escalona representa el prototipo de gallito de instituto que disfraza sus carencias machacando a los demás, especialmente si siente que son vulnerables. Mujeres, personas mayores… Mercadea con la mofa sin ningún miramiento, sin ápice de reflexión y empatía. En una sociedad que se entretiene con la furia (que critica, pero no para en gastar energía en verla, debatirla y compartirla como mero ocio), algunos escogen el atajo del bullying retransmitido para apuntalar su ego, su hombría y su economía. A veces, las redes son así de obscenas. Porque la sociedad también está compuesta por conductas obscenas.

Los algoritmos eliminan rápido una foto en Instagram que contenga un inofensivo pezón, pero las alarmas no saltan ante ‘streamers’ a la caza del pernicioso percance que les otorgará muchos y morbosos visionados. Los algoritmos no tienen inteligencia emocional, claro. Como consecuencia, los vídeos que normalizan la burla, la amenaza y el acorralamiento fluyen sin demasiados obstáculos. Cuanto peor, mejor. Hay que engordar a la bestia de la popularidad como sea. Y engancha. Todo parece valer, lo que algunos desconocen es que cuando se esfuma la capacidad de diferenciar entre qué está bien y qué está mal, la bestia se suele terminar engullendo a sí misma. Sin escrúpulos no hay apegos, no hay aliados, no queda nadie.


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Ciudades a la caza del selfie: las nuevas postales de recuerdo

Grupo M | 8 agosto, 2022

Nos hemos convertido en un gran emplazamiento publicitario. La gente está ávida de fotografiarse y cada imagen que comparte en sus perfiles sociales se convierte en un buen escaparate que las marcas quieren aprovechar, pues es gratis y cuenta con un superpoder: no parece publicidad y el mensaje a comunicar se expande sigiloso a golpe de ‘like’.

Los anuncios evolucionan y grandes compañías instalan performances callejeros para impactar en la atención del paseante y, sobre todo, para que ese peatón se pare, se haga la foto y la suba a su Instagram. Así el anuncio se expande a un público potencial que, quizá, jamás pase por esa calle, pero lo ve en la viralidad de las redes sociales. Y sin que parezca un anuncio.

La revolución la empezó la serie Perdidos, en la forma de consumo de ficción y, también, colocando un gran avión estampado en el desaparecido estanque de Atocha. Un lugar de gran tránsito en el que había que pararse a fotografiarse con la mítica aeronave de la serie. Después, siguió la estela Expediente X aterrizando un particular platillo volante en la madrileña Gran Vía. Y tantas otras.

Aunque ya no sólo la publicidad de un producto busca el selfie, las propias ciudades han ido interiorizando que necesitan espacios para que los turistas se fotografíen y visibilicen la belleza del lugar. Empezaron ciudades turísticas como Marbella, con su arco de entrada, que imitaba, a su manera, al gran letrero de Hollywood. Era simplemente una forma de dar la bienvenida. Sin embargo, ahora, los carteles con los nombres de las ciudades han tomado las plazas principales.

Son los nuevos monumentos, ideados para la foto. Cada ciudad ya tiene su denominación puesta en relieve y lista para que la gente pose junto a sus letras. O hasta dentro del propio cartel. Porque para el éxito de este tipo de monolitos es crucial que sean transitables por las personas. De esta manera, dan más juego en las fotos y en los vídeos. De nada sirve que el nombre se vea lejano. Hay que poderlo abrazar. Y la fórmula va creciendo, cada capital, villa o pueblo quiere su centro para fotografiarse y se van buscando otros diseños más creativos que no se queden en simplemente plantar cómo se llama la ciudad: que si unas gafas gigantes, que si un banco para sentarse, pero de cuatro metros de altura. Cada lugar, intenta encontrar su icono.

Son las nuevas postales. Y las protagoniza el propio turista. Ya que es el propio visitante el que se tira cientos de fotos, los ayuntamientos discurren una localización lista para posar y que, de paso, venda bien su población. Cuanto más original, mejor. Porque carteles con el nombre de la ciudad hay muchos, estatuas que otorguen identidad a través de la creatividad pensada para la experiencia del selfie no tantas.


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Tomarse el Twitter por su mano

Grupo M | 16 julio, 2022

Para crecer hay que escuchar mucho a los que piensan distinto. Salir. Encontrarse. Incluso romper burbujas. En el aprendizaje vital, siempre ayuda el ejercicio de intentar entender hasta las motivaciones de aquello que no comprendes.

Pero entenderse no es tan rentable como enfrentarse. La sociedad atrincherada es más manipulable. Y las redes sociales se han convertido en el escenario perfecto para la teatralización del linchamiento colectivo.

Algunos líderes políticos y otros ‘influencers’ sociales azuzan a sus seguidores. Se han percatado de que los matices de la verdad parece que ya no importan, lo que vende es la conspiración y la ofensa. Y, mientras nos sentimos informados, en realidad estamos retuiteando como autómatas un nuevo show business, en donde la especulación se confunde con libertad. Una espiral en la que cada burrada da más followers, más likes, más notoriedad pública. No te conocerán por la valía de la responsabilidad, en el ruedo público se destaca más rápido y más fuerte por la habilidad para la demagogia.

Adictos al ‘zasca’, es curioso como los que más machacan con el estado de salud de la prensa y la pluralidad de la televisión son, a la vez, aquellos que sólo quieren medios de comunicación monolíticos. Personas dando la razón a sus propios pensamientos. ¿Y el resto? Pues se les coloca en la diana del insulto cuando no siguen sus cánones o, simplemente, discrepan. Hasta se crean listas negras con aquellos que hay que derribar e incluso con los que pasan por su lado. Se señala públicamente para que los más fieles seguidores linchen a golpe de tuit. Y lo hagan pensando fervientemente que eso es ejercer y luchar por la libertad. Con bien de hashtags, emoticonos y algún que otro meme.

Los gritos siempre suenan más que los argumentos. No es nada nuevo. En redes sociales el ruido también gana, por supuesto. Y encima con un daño colateral extra: detrás de las pantallas, no nos vemos las caras, la empatía salta por los aires y, como consecuencia, sale un violento odio que no entiende ni de mínimas normas de educación. Da igual, la verdad y sus matices no sirven de nada si ya nos hemos reconvertido en meros espectadores creyentes. Parapetados, todo lo que nos vamos a perder. Todo lo que ya nos estamos perdiendo por conformarnos los medios, los políticos y parte de la sociedad con tomar el pulso a la actualidad a través de un espejo resquebrajado de la realidad llamado Twitter.


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De dónde nace el odio a las notas de voz

Grupo M | 30 junio, 2022

Las notas de voz tienen mala prensa. ¿Por qué? Quizá porque nos obligan a dedicar tiempo al otro. Incluso parece que molesta que nos pidan pararnos a escuchar. No estamos para esas.

Las nuevas dinámicas de consumo audiovisual nos han convertido en más impacientes que nunca, las redes sociales insisten en resumir la realidad en 280 caracteres. Pero así la realidad queda coja. La prisa de escritura y lectura hace saltar los matices por los aires. Perfecto para que la indignación se expanda y la empatía se desvanezca.

Entre tanto ruido, fanfarroneamos de rechazar notas de voz. Egoístamente, claro. Tal vez estemos picando el anzuelo de un individualismo que cree no necesitar escuchar a los demás. Para qué. Sentimos que tenemos más voz que nunca, nos creemos estar atendidos por el resto del mundo a través de nuestras cuentas de Twitter, Instagram o lo que sea. Aunque, al final, la mayor parte del tiempo sólo estemos escuchándonos a nosotros mismos.

«Benditas notas de voz, que son como cuadros impresionistas porque tienen sus tracitos más gruesos y más finos«, me dice Màxim Huerta en un intercambio de notas de voz en forma de abrazos. Recibir un audio de un amigo, familiar o conocido es como encontrarse con todos los rincones y texturas de la argumentación. El tono, la pausa, el requiebro en busca de la palabra correcta…

La nota de voz convierte al intercambio de ideas en más próximo y menos furioso. La nota de voz nos hace conectar, entendernos. Saber que estás ahí, aunque estés lejos. Pero, paradójicamente, el uso del teléfono móvil ya funciona principalmente al galope visual. Y el audio no se puede leer a golpe de vista. Por eso mismo, los malentendidos o los propios bulos se expanden con tanta sencillez en la sociedad actual: el usuario consume impactos visuales a tal velocidad que es fácil ofenderse más que comprenderse. Porque el diálogo no suena igual con la verdad de las entonaciones que con la frialdad de las abreviaturas. Ni siquiera con la ayuda del emoticón de llorar de risa que todo lo pretende relajar. Aunque en la vida real nadie se ría como ese dibujo.

Quizá no siempre haya tiempo para llamarse. Nos queda esa buena educación del temor a interrumpir o molestar. Sin embargo, los recovecos sonoros de la nota de voz, que se puede escuchar cuando el receptor quiera, son un salvavidas para entendernos. Si quisiéramos tener tiempo para entendernos, claro.



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