DANIEL G. APARICIO
- El 6 de julio se estrena ‘No te preocupes, no llegará lejos a pie’, último filme de Gus Van Sant.
- La Casa Encendida alberga todo este verano, hasta el 27 de septiembre, una exposición dedicada al director.
Gus Van Sant es el director de El indomable Will Hunting, de Elephant, de Mi nombre es Harvey Milk… Pero, más que eso, es un reflejo de la posmodernidad estadounidense, un retratista de los marginados de la sociedad, el tipo que transformó lo indie en cine de culto y producto mainstream al mismo tiempo.
Además, es un hombre casi exasperantemente parco en palabras, como demostró en su reciente visita a Madrid por un triple motivo: la presentación de la exposición Gus Van Sant, una restrospectiva de su cine y su arte que podrá verse en La Casa Encendida hasta el 27 de septiembre; un ciclo en la Filmoteca Española dedicado a él que, debido a su vinculación con el colectivo LGBT, se ha alargado hasta esta misma semana con motivo de las celebraciones del Orgullo; y el inminente estreno de su último trabajo, la película No te preocupes, no llegará lejos a pie (6 de julio), donde unos fantásticos Joaquin Phoenix y Jonah Hill cuentan la historia real de John Callahan, un joven alcohólico que, tras quedar tetrapléjico en un accidente, se convirtió en un célebre caricaturista gracias a su humor políticamente incorrecto.
Fue durante la rueda de prensa sobre la exposición que lleva su nombre cuando los periodistas lograron arrancarle algunas palabras al director. «Hollywood funciona como un banco, el dinero está siempre en el centro de todo, no es una cuestión de ideas», dijo antes de recordar que hubo un momento en el que «los estudios se dieron cuenta de que podían hacer dinero a partir de una visión única e independiente» gracias a películas como Pulp Fiction. Pero eso no duró. «Desgraciadamente hoy se llevan los grandes camiones, no los coches pequeños».
El estadounidense no se explayó mucho más, pero fue aún peor en las entrevistas individuales. Entre tranquilo, tímido y distraído, Gus Van Sant escuchaba las preguntas. Después, con aire dubitativo y algún balbuceo esporádico, parecía reflexionar sobre ellas. Cinco o diez largos segundos de silencio más tarde, respondía con un escueto «no sé».
En ocasiones contestaba con otra pregunta y, en el mejor de los casos, con una breve declaración, pronunciada lentamente, con largas pausas. Gracias a esas escasas respuestas descubrimos que no se siente del todo cómodo con el hecho de protagonizar una exposición. «Me da un poco de vergüenza, no estoy muy seguro de si merezco una cosa así», asegura.
Revela también que su carácter transgresor no estaba desde el principio en su cine. «Mi primera película se llamaba Alice in Hollywood, y era algo intencionalmente comercial. Pero no era muy buena, así que, por lo tanto, no era nada comercial», bromea. Después hizo Mala noche y su rumbo cambió.
Tal vez Van Sant apenas habla porque es su heterogénea obra la que lo dice todo sobre él y sobre sus inquietudes, la que demuestra que sabe mucho más de lo que dice saber. Queda claro en la recién inaugurada exposición en Madrid, que reúne sus películas y cortos más experimentales, una gran colección de pinturas y dibujos –el arte fue en realidad su primera gran pasión– y unas 400 polaroids que el cineasta tomó durante los castings de sus primeros filmes. El alma del reservado Gus Van Sant se oculta en sus fotos, sus collages, sus bandas sonoras y storyboards, no en sus compromisos promocionales.