CARLOS MARAÑÓN (CINEMANÍA)
- Recuperado de su última pájara, Spike Lee vuelve a la comedia (negra y blanca) sin perder su pegada.
- Dirigida con prestancia clásica, apegada a un guion de trama con giro y pespunte final.
Aficionado al deporte, Spike Lee conoce el significado de las rachas. Tanto es así que la carrera de este hincha de los Knicks, los Yankees, el Arsenal y el Brasil de Neymar (también de Nike, marca de la que ha hecho anuncios, sombra comercial que arrastra en su cine) tiene los mismos altibajos que la de muchos de sus ídolos en la cancha. Irregular, capaz de lo mejor y de pegar el cantazo al doblar la esquina, cada cierto tiempo le perdemos de vista para acabar regresando con un giro en el que suele demostrar una pericia hasta entonces desconocida.
Artífice de una variante racial del cine indie de finales de los 80 y principios de los 90 (Haz lo que debas, Fiebre salvaje), no pudo decir que no a Hollywood para llevar a la pantalla a su héroe Malcolm X, pero regresó tocado a su cine original, para ir tirando en un tono medio que ni molestaba ni llamaba la atención. Marcado por el 11-S dirigió su mejor película, La última noche, a la que siguió su solvente demostración de poderío visual en Plan oculto, tras la que volvió a la oscuridad de sus producciones fallidas y sus proyectos personales a medio camino entre lo humanitario y lo político. De sus últimos ocho filmes de ficción desde 2006, solo estrenó en España el remake de Oldboy, otra desventura con los estudios.
Ahora regresa a las grandes ligas (o medianas, jugando entre Blumhouse y Legendary) con Infiltrado en el KKKlan, un largometraje provocador (pero menos), basado en hechos reales sobre el primer policía negro de Colorado Springs, que logró introducirse en el Ku Klux Klan de los 70 (el mismo que ahora, vaya: es una de las tesis del filme). A su compromiso político habitual, y cómodo con el piloto automático de su talento para maquillar buenos presupuestos, une otro de sus ingredientes guadianescos, usado muchas veces con acierto, ausente en otras ocasiones por una solemnidad mal entendida: el humor.
Película dirigida con prestancia clásica, muy apegada a la letra de un guion de trama con giro y pespunte final, con una buena factura algo impostada y hasta cierto punto impersonal, su desarrollo argumental se sigue cómodamente, más al estilo manipulador pero agradable de Tres anuncios en las afueras que con la aspereza del Detroit de Bigelow.
Todos los pantones de la comedia negra (de la sangre a la raza) dan color a las desventuras de un comodísimo John David Washington en su papel de poli negro entre compañeros blancos feroces, bien apoyado por Adam Driver, que vuelve a bordar eso de ser Adam Driver. Coronada por las imágenes reales de manifestaciones recientes que dan un contrapunto trágico al tono de una película que adolece de falta de matices, Lee, que ha pasado por todos los estados reivindicativos posibles, parece sin embargo liberado de cierta tensión competitiva. Ya no quiere ser el más valiente, el más mordaz, el más osado de los que reclaman igualdad para los suyos. Más relajado, menos grave; sin embargo, el mensaje cala igual. Si te metes en la casa del terror, las risas tienen más eco.