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Crítica de cine: ‘Van Gogh, a las puertas de la eternidad’, con Willem Dafoe

IRENE CRESPO

  • Luminoso biopic de Van Gogh que no se recrea en el artista torturado, sino en su felicidad cuando encontraba la belleza.
  • La película, coescrita y dirigida por Julian Schnabel, se estrena este viernes en España.

Willem Dafoe recrea a un Van Gogh obsesionado con la eternidad.

«Quizá Dios me hizo pintor para la gente que no ha nacido aún», le dice Vincent Van Gogh (pletórico y complejo Willem Dafoe, merecida nominación al Óscar) a un sacerdote (interpretado por Mads Mikkelsen) que le puede dar el alta en el asilo. Es la frase más obvia y convencional de este nada obvio ni convencional autorretrato del pintor impresionista.

Julian Schnabel, pintor también, le hace pronunciar esas palabras. Las pudo sacar de sus cartas, en las que ha basado el guion (también enriquecido con el libro Van Gogh: La vida, de Steven Naifeh y Gregory White Smith). O simplemente imagina que Vincent Van Gogh las pensó y hasta compartió con su hermano Theo (Rupert Friend), el único que confió en su talento y le financió sus últimos años en el sur de Francia, los más prolíficos entre sus arrebatos de locura y de genialidad.

El pintor se mantuvo en aquel delicado precipicio entre paseos por el campo y episodios violentos (cuando se cortó la oreja o su muerte, que Schnabel, como ya defendió el filme Loving Vincent, no considera suicidio), en los que el director no se recrea sino que muestra como ensoñaciones borrosas que ni el propio Van Gogh era capaz de explicar.

Schnabel nos hace mirar con los ojos de Van Gogh (y para eso le da la cámara hasta al propio Dafoe), quiere que intentemos entender cómo, cada vez que el pintor miraba, veía algo nuevo. Lo feo lo veía bonito.

No pintaba el objeto o la persona que tenía delante sino la experiencia que vivía con ellos, el momento que compartían, el recuerdo que le quedaría. Pintaba en estado febril, el mismo estado que mantiene el filme, una sucesión de escenas a veces más estáticas, otras muy dinámicas y siempre llenas de colores, como los cuadros del artista.

El retrato de Van Gogh se compone a través de las pinceladas de esas escenas mudas o con voz en off, mecidas por el viento y el sol provenzal, donde el pintor era más feliz («La esencia de la naturaleza es la belleza», «Los árboles que yo pinto son míos», «Las flores mueren, las mías resistirán»), donde encontraba sus puertas de la eternidad. Y se remata con las conversaciones que mantiene con sus pocos pero cercanos amigos, su hermano Theo, Paul Gauguin (Oscar Isaac) y el doctor Paul Gachet (Mathieu Amalric).

Es precisamente este último, también su último amigo en vida en los 80 días previos a su muerte que pasó en Auvers-sur-Oise, quien le pregunta por qué pinta, y en su respuesta se resume la tesis artística de la película, el objetivo de este filme para Schnabel: A las puertas de la eternidad no es un biopic más del pintor más desgraciado en vida y afortunado tras su muerte; es una reflexión sobre el arte, sobre la creación y su innegable aspiración (y ansiedad) de eternidad, de dejar un legado. De ahí su envoltura espiritual.

También refleja una positividad que no solemos asociar con esa imagen ampliamente aceptada del torturado Van Gogh, que no vendió cuadros en vida. Sí, fue feliz pintando, dice la película y su mayor logro es devolver a este icono pop, que vemos hasta en cojines de macramé, el valor de genio que merece.

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